En México también espiaban en los Archivos de la Embajada estadounidense

>>  domingo, 27 de octubre de 2013

Cuando los mexicanos espiaron a los estadounidenses
http://www.zocalo.com.mx/ 27/10/2013

Mucho polvo ha levantado lo aparecido en la publicación alemana Der Spiegel acerca de las actividades de espionaje que realizaron algunos elementos al servicio del gobierno estadounidense sobre las actividades de autoridades y políticos mexicanos. Esto nos llevó a recordar que hace muchísimos años, las cosas fueron a la inversa, pero antes de ir a ellas demos un breve repaso al comportamiento que los actores de hoy han mostrado sobre el tema.

El miércoles anterior, al observar el video de la instalación del Grupo de Amistad México-Estados Unidos, nos percatamos de que cuando, ante las diferencias, el profesionalismo y la razón prevalecen aquello adquiere otros niveles. Observamos al presidente de la Cámara de Diputados, el panista queretano, Ricardo Anaya Cortes, emitir un discurso de protesta por el acto referido en el párrafo anterior. Esto no tendría nada de particular de no ser porque hace tiempo no escuchábamos que, ante circunstancias similares, la firmeza del reclamo fuera acompañada de la brillantez intelectual contenida en la arenga. Asimismo, encontramos la respuesta de un profesional de la diplomacia, el embajador estadounidense, Earl Anthony Wayne quien dio cuenta de su experiencia y oficio en la materia. Cuando otro, ante la controversia, hubiera optado por escabullirse, el embajador Wayne dio la cara y acudió al evento en donde, alejado del circo mediático, precisó que por los conductos debidos se están realizando las negociaciones para superar el diferendo.

Desafortunadamente, en otros foros no encontramos de un nivel similar. A la protesta, apegada al librito, del canciller mexicano, José Antonio Meade Kuribreña, le faltó oratoria. Pero quien exhibió carencia de argumentos y exceso de demagogia fue el presidente nacional del PRI, César Octavio Camacho Quiroz cuya alocución fue plena de lugares comunes que nada aportan a la solución del problema. Y mientras analizábamos esto, venían a nuestra memoria los días en que, uno a uno, revisábamos los documentos que daban cuenta de cuando en materia de intromisión en las actividades de otros, las cosas eran a la inversa. Pero como todo tiene un origen, como nos lo comentaron, se los narraremos.

Hace varios años, en un pueblo del estado de Puebla, un hombre, cuyo nombre desconocemos, se topó con las ruinas de lo que en otros tiempos fueron oficinas y, en el lugar otrora usado para asearse, encontró unas cajas de cartón. Al revisarlas halló, unos en folders con el sello del Ministerio de Comercio, Industria y Trabajo y otros sueltos, documentos en inglés y español que mencionaban nombres de presidentes, embajadores y políticos. Algunos legajos ya habían sido parcialmente alimento de roedores y otros se debatían entre humedad y hongos. Ante esto, decidió que en su próxima visita al Distrito Federal buscaría quien le informara sobre alguna institución que pudiera estar interesada en aquel montón de pliegos. Le comentaron sobre un sitio que “guardaba los papeles de Calles” y se dio a la tarea de localizar las oficinas del Fideicomiso Archivos Plutarco Elías Calles y Fernando Torreblanca. Ahí, les mencionó lo encontrado, invitándolos a llevarlos al lugar en caso de que aquellos escritos les interesaran. Acto seguido, los directivos instruyeron a los técnicos para ir al rescate de lo que percibían eran documentos de valor incalculable. Cuando fueron trasladados a los archivos mencionados, se percataron que la labor de rescate seria mayúscula. Lejos de desanimarse, los técnicos especialistas dieron inicio a la restauración, la cual realizaron con destreza admirable. Gracias a ello, años después, los historiadores, incluido este escribidor, pudieron revisarlos.

Cuando llegamos a investigar, teníamos información limitada. En The New York Times de finales de febrero de 1927, se comentaba que algunos documentos habían sido sustraídos de la embajada estadounidense en México. Un mes más tarde, publicaba que esos documentos eran falsos y se encontraban en posesión del presidente, Plutarco Elías Calles. A ciencia cierta no se conocía el contenido de los mismos, ni quien los sustrajo o como llegaron a manos del mandatario mexicano. Dado que el tópico era parte de nuestra disertación doctoral, y hoy ha derivado en un par de artículos con el editor en espera de aprobación para publicarse, acudimos al sitio arriba referido y, gracias al apoyo de técnicos y directivos, revisamos los documentos rescatados. Dichos legajos daban cuenta de las acciones que durante años desarrolló el Agente 10-B, seudónimo bajo el cual un nativo de San Antonio Texas, quien argüía ser saltillense, Miguel R. Ávila, se encubría para desarrollar las actividades dentro de la embajada estadounidense, mismas que le patrocinaba el ministro de industria, comercio y trabajo, Luis Napoleón Morones. Al mismo tiempo, Ávila espiaba al Gobierno mexicano para el embajador estadounidense James R. Sheffield, un diplomático cuyo limitado contacto con funcionarios gubernamentales mexicanos le inducía a iniciar sus reportes a Washington con “de acuerdo a lo publicado hoy en el diario…” o “conforme a información proporcionada por fuentes confiables…,” mientras se reunía con los añorantes del porfiriato. Entre tanto, Ávila accedía libremente a la embajada, copiaba documentos, fabricaba otros y obtenía varios más supuestamente extraídos de los archivos del Gobierno mexicano cuya redacción mostraba la manufactura de alguien cuyo idioma materno no era el español, pero que a los ojos del embajador lucían como auténticos. La crisis explotó y en Washington no encontraban explicación.

Para entonces, el estadista Elías Calles tenía sobre el escritorio los folders con los documentos extraídos y/o copiados de los archivos estadounidenses.

Seguramente con ello, el patrocinador Morones creyó asegurar su futuro. Todo hacía suponer que el Gobierno mexicano armaría un escándalo mayúsculo ya que con la información contenida podía especularse sobre una posible invasión a México. Sin embargo, el presidente mexicano consideró que aquello era una oportunidad para mejorar relaciones. Por una parte, mando llamar al periodista George Barr Baker, amigo del presidente Calvin Coolidge, para entregarle una copia de los documentos y solicitarle se los entregara al mandatario estadounidense. En paralelo, instruyó al embajador mexicano en Washington, Manuel Téllez para que se reuniera con Coolidge y el secretario de estado, Frank B. Kellogg y les comentara cómo el presidente mexicano obtuvo los documentos y asegurarles que México no se enfrascaría en ninguna reyerta publica al respecto. El problema fue superado y meses más tarde Sheffield era removido para ser sustituido por quien sería el mejor embajador que ese país haya tenido en el nuestro, Dwight W. Morrow. Sin embargo, a finales de 1927, Sheffield, con el apoyo de William R.
Hearst, buscó crear un conflicto mayor con los documentos espurios fabricados por Ávila en conjunción con el corresponsal del Philadelphia Ledger en México, John Page. Esta acometida terminaría en el senado estadounidense en donde fueron exhibidos como fabricantes de legajos falsos.

Pues sí, hubo una vez en que los mexicanos espiaron a los estadounidenses, pero un estadista mexicano y uno de los más destacados presidentes en la historia estadounidense, utilizaron los canales diplomáticos adecuados y evitaron el escándalo mediático. Como resultado, durante los años inmediatos, las relaciones entre ambas naciones vivieron tiempos de trabajo conjunto, algo que fue muy útil para construir el México en donde la estabilidad política, el crecimiento y el desarrollo económico florecieron.


Autor: Editorial, Rodolfo Villarreal Ríos

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